6 razones por las que endurecer sanciones a menores no ataca el problema de raíz

Ilustración: Isabella Meza Viana

Por: María Paula Suárez N.

El pasado 21 de julio algunos congresistas radicaron el Proyecto de Ley 025 de 2025 que, en resumidas cuentas, propone darles a los adolescentes de entre 14 y 18 años un tratamiento penal ordinario, en los mismos términos que a los adultos, cuando cometan delitos graves.

Esto aplicaría para adolescentes que se imputen o condenen por delitos como homicidio; desaparición forzada; secuestro; tortura o delitos contra la vida y la integridad sexual; extorsión; y empleo o lanzamiento de objetos peligrosos o porte de armas de fuego, que quedarían excluidos del tratamiento propio del Sistema de Responsabilidad Penal para Adolescentes (SRPA).

Para los proponentes, “endurecer la responsabilidad penal de los adolescentes […] así no lo parezca, es una medida de protección del menor”.

Sin embargo, lo clave de este proyecto, en que las sanciones para los adolescentes que cometan estos delitos ya no tendrían una finalidad “protectora, educativa y restaurativa”. Además, tendrían antecedentes penales como adultos y serían juzgados por jueces ordinarios.

Esta propuesta deja por fuera del análisis factores sociales, estructurales y de victimización, así como las evidencias internacionales frente al tema. 

En ese sentido, organizaciones como NiñezYA, la Fundación Tiempo de Juego, la Fundación Mi Historia, YMCA Bogotá y Cundinamarca y el Centro Imagina de la Universidad de los Andes, que trabajan por los derechos de la niñez y la juventud y conocen de cerca la realidad de niños, niñas y adolescentes en conflicto con la ley,  han identificado diversos puntos con los que se puede argumentar que endurecer sanciones a menores de edad que cometen delitos graves no ataca el problema de raíz.

El Sistema de Responsabilidad Penal para Adolescentes (SRPA) establece sanciones para los adolescentes de entre 14 y 18 años que cometen un hecho punible o delito, las cuales tienen un enfoque restaurativo, educativo y pedagógico. Surge de reconocer que los adolescentes son personas en desarrollo y, como tales, requieren respuestas acordes con su edad y su proceso en cada momento del curso de vida.

Su finalidad, definida en el artículo 140 del Código de Infancia y Adolescencia (CIA), no es castigar en abstracto, sino responsabilizar pedagógicamente, garantizar verdad y reparación a las víctimas e interrumpir trayectorias delictivas. 

En ese sentido, contempla sanciones no privativas de la libertad, que permiten a adolescentes y jóvenes permanecer en su contexto familiar y comunitario, y privativas de la libertad, que los obligan a estar en centros especializados hasta por un máximo de 8 años.

El SRPA nació del CIA, construido sobre los compromisos que Colombia asumió al ratificar la Convención sobre los Derechos del Niño en 1991, convención que cambió el paradigma porque niñas, niños y adolescentes dejaron de ser vistos como objetos de protección para ser reconocidos como sujetos de derechos, con autonomía y con el principio del interés superior como faro. 

No es accesorio: la Constitución de 1991 lo elevó a mandato. El artículo 44 ordenó que sus derechos prevalecen sobre los de cualquier otra persona, y el artículo 45 añadió que los adolescentes tienen derecho a una protección y formación integral. No es una opción, es un compromiso constitucional y ético.

Si se imponen penas similares a las de adultos (hasta 50 años de prisión), como propone el proyecto, Colombia iría en contravía del principio del interés superior del niño, que exige un trato diferenciado, garantista y protector, y de lo consignado en la Constitución Nacional. Es decir que el país estaría en contra de la Convención sobre los Derechos del Niño, que prohíbe la privación de libertad como primera medida. En ese sentido tendría un retroceso en la garantía de los derechos de los adolescentes.

La falta de evidencia empírica sólida sobre los beneficios que se tienen al modificar las sanciones del SRPA para imponer penas a los adolescentes en la comisión de ciertos delitos es otra debilidad del proyecto. Los estudios, por el contrario, muestran que existen mayor reincidencia, estigmatización y bajo desarrollo educativo y social. Entre tanto, modelos restaurativos y comunitarios, así como alternativas, tienen impactos positivos tanto en términos de reducción de delitos como en beneficio social y económico.

En 2010, por ejemplo, Dinamarca tomó la decisión de bajar la edad un año y endurecer las sanciones para los menores de edad. El resultado fue que aumentaron hasta 15 por ciento los delitos reportados para los adolescentes de 14 años y hasta 10 por ciento fue el incremento de la reincidencia cuando el caso había pasado por justicia penal en lugar de servicios sociales. Por ello, dos años después el país reversó la medida.

En Uruguay, el informe técnico publicado en 2018 por Unicef, Fiscalía y Ministerio del Interior, entre otros, muestra que el uso de medidas alternativas (trabajo comunitario, reparación y libertad asistida) más que privativas permitió reducir la reincidencia, impulsar la inclusión educativa y rebajar los costos del sistema.

Si bien es innegable que en Colombia existen estructuras criminales que utilizan adolescentes para ejecutar delitos, amparados en que reciben sanciones más bajas, endurecer las penas a los adolescentes y trasladarlos al régimen penal adulto no modifica el cálculo de los adultos. 

Lo que sucederá es que las organizaciones criminales operarán bajo una lógica de sustitución.

El mercado criminal se desplazará hacia niños más pequeños (menores de 14 años), que ni siquiera son imputables, eso significa que no pueden ser juzgados. 

En otras palabras, la estrategia de “adultizar” a los adolescentes no desincentivará la instrumentalización, sino que la profundizará y aumentará el riesgo sobre una población aún más vulnerable.

Al centrar la respuesta en castigar a los adolescentes se invisibiliza a los verdaderos beneficiarios de la actividad criminal: los adultos que financian, organizan y se lucran de estas redes. Son ellos quienes evalúan el costo-beneficio de instrumentalizar a menores de edad y son ellos quienes deben enfrentar la sanción más severa.

La iniciativa ignora las garantías procesales y los principios penales fundamentales, ya que elimina beneficios procesales como los acuerdos con la Fiscalía y suprime la posibilidad de valorar si el adolescente fue constreñido a delinquir. 

Además, establece antecedentes penales permanentes, lo cual va en contra del principio de proporcionalidad, la excepcionalidad del derecho penal y la finalidad resocializadora de la pena. 

Por otro lado, al prohibir acuerdos y trasladar la competencia a la jurisdicción ordinaria produciría congestión judicial y eliminaría herramientas de justicia restaurativa que permiten cerrar casos con mayor eficacia y menor revictimización.

Los autores del proyecto sostienen que “no tiene implicaciones fiscales” porque se apoya en la infraestructura existente. Sin embargo, en la práctica no es así. Su materialización significaría más audiencias judiciales, necesidad de defensas técnicas especializadas, peritajes forenses, nuevos cupos intramurales y traslados de adolescentes a cárceles de adultos, todo lo cual generará costos adicionales que el proyecto omite.

Y una cosa más, y para nada de menor tenor: al intervenir en los derechos fundamentales de los adolescentes, el Proyecto de Ley 025 de 2025 debería ser tramitado como ley estatutaria y no como un proyecto de ley ordinaria.