Voces olvidadas | Cocina pa’ lo Malo, Cocina pa’ lo Bueno

Ilustración: Isabella Meza Viana

Por: Esteban, 18 años, usuario del Sistema de Responsabilidad Penal para Adolescentes (SRPA)

Parce, yo siempre digo que mi vida se resume en dos cocinas.

La primera olía a veneno.

La segunda… a vida.

La de antes era un cuarto oscuro, caliente, pegajoso, con las paredes negras de tanto humo químico. Uno entraba y le ardían los ojos al instante. En el piso había bolsas rotas, cucharas dobladas, botellitas sin etiqueta. Todo improvisado.

Todo peligroso.

Esa era mi oficina.

Yo mezclaba polvos que ni sabía pronunciar. Ketamina, cafeína, éxtasis, vainas raras que nos llegaban en bolsitas. Todo rosa. Todo brillante. Todo que parecía juego, pero que mataba lento. Uno cocina tussi así: con guantes de ferretería, un balde viejo y un miedo que uno no reconoce hasta que le explota por dentro.

Ahí estaba yo, un pelao de Armenia, metido en ese cuento porque mi hermano también estaba. Él era mi ejemplo, pa’ lo bueno y pa’ lo malo. Caminábamos juntos a la olla, juntos a comprar la vuelta, juntos a cocinar, juntos a tirarnos la vida.

Y sí… al principio uno se siente grande.

La plata llega rápido.

La gente te llama “duro”.

Te sentís importante, como si tu receta fuera magia.

Pero esa nota se acaba.

El miedo no.

Uno empieza a mirar pa’ todos lados. A evitar barrios. A caminar con el corazón acelerado. A dormir liviano porque cualquier ruido puede ser la poli o una oficina buscándote. Esa vida te absorbe, te traga, te escupe. Y uno se vuelve sombra. Una sombra rosada, sin paz.

Mi familia trató de sacarme, lo juro.

Pero yo era terco.

Y la calle hablaba más duro que ellos.

Hasta que me capturaron.

Fin de una cocina… comienzo de otra.

El CAE La Primavera no huele a libertad, pero tampoco huele a muerte. Tiene ese olor raro a cemento húmedo, sudor sin malicia y comida que a veces sabe bien, a veces a nada. Lo que más me pegó fue el silencio de las noches. Sin motos. Sin gritos. Sin disparos. Solo mis pensamientos rebotando contra las paredes.

Lo que me cambió fue encontrar otra cocina.

Una de verdad.

Cuchillos brillantes. Sartenes limpios. Fuego que suena bonito. Cebolla chispeando. Olor a ajo, a tomate, a algo que no hace daño. El chef decía que la cocina es memoria, y yo pensé: “Entonces yo sí necesito otras memorias”.

Cada plato que hacía me bajaba un poquito del miedo.

Cada receta me quitaba un poquito de culpa.

Cada sabor me mostraba que todavía había algo bueno en mí.

Parce… servir comida es diferente a servir tussi.

La cara de alguien cuando prueba tu plato y sonríe…

esa vuelta sí llena.

No te deja sucio por dentro.

Hoy sueño con montar restaurantes.

No cualquiera.

Sitios donde los que se jodieron como yo tengan segunda oportunidad. Un lugar pa’ habitantes de calle, pa’ pelaos en riesgo, pa’ la gente que la vida pateó. Yo quiero cocinar pa’ levantar, no pa’ tumbar.

Si mi historia fuera un plato… tendría dolor.

Mucho.

Pero también tendría alegría, sazón, ganas, esa esquina de esperanza que nunca se apagó.

Y sí, tendría inseguridad, porque uno que viene de donde yo vengo siempre anda nervioso.

Pero también tendría fuego —del bueno— ese que transforma.

Hoy ya no cocino tussi.

Cocino vida.

Cocino futuro.

Cocino pa’ lo bueno.

Y aunque todavía me tiemblan las manos cuando pienso en mi pasado,

sé que esta cocina —la nueva—

es la que me va a salvar.