Voces olvidadas | Ser adolescente privada de la libertad en un sistema sin enfoque de género

Ilustración: Isabella Meza Viana

Por María Paula Suárez N

Las trayectorias de vida de las mujeres adolescentes privadas de la libertad suelen estar marcadas por un patrón doloroso y repetitivo: violencias tempranas, desprotección familiar y parejas sentimentales que se convierten en la puerta de entrada al consumo de sustancias y al delito. 

En el Sistema de Responsabilidad Penal para Adolescentes (SRPA) hay en la actualidad 569 mujeres, que representan el 12,43% de los jóvenes del sistema. Para muchas de ellas, la medida privativa de libertad no es solo un castigo judicial, sino la consecuencia final de una cadena de vulneraciones que comenzó en casa. 

A través de sus propias voces, estas jóvenes revelan la lucha por reconstruir su autoestima en un entorno hostil y el desafío de ser madres a la distancia.

“Yo tenía 12 años cuando me metí con un amigo de mi papá, porque me gustaba. Y me fui de la casa por quererme meter con él. Duré tres años, en un punto teníamos muchas peleas y había mucho maltrato. Él tenía 25 años”, cuenta Lizeth, quien se encuentra con una sanción de privación de libertad en el CAE La Esmeralda, en Bogotá.

Esta diferencia de edad marcó una dinámica de poder desigual desde el principio. Lo que para ella comenzó como una ilusión adolescente, rápidamente se transformó en un ciclo de dependencia emocional y vulnerabilidad, donde la figura de autoridad y afecto se desdibujó para dar paso a la manipulación.

“Me tiraba (a pegar) porque llegaba con droga encima. A veces me sacaba de la casa o me pegaba. En ese entonces yo era muy chiquita y lo quería mucho, por eso me dejaba pegar y lo perdonaba”, agrega.

La normalización de la violencia es un factor común en estas historias. Al carecer de referentes sanos y creer que el abuso era el precio a pagar por compañía o protección, muchas jóvenes terminan atrapadas en espirales de agresión de las que es casi imposible salir sin apoyo externo.

Después de dos años me cansé, cuando decidí irme me empujo y cogió un cuchillo, pero lo empujé y le pegué con un palo. Llegó la Policía porque los vecinos llamaron y se lo llevaron a la UPJ. Ahí aproveché y me fui”, cuenta la joven.

“Luego, llamé a mi familia y me dijeron que yo me había buscado eso, que no me iban a ayudar. De ahí para allá me tocó a mi también sola”, dice la joven.

El rechazo familiar suele ser el golpe de gracia que empuja a estas adolescentes a la calle definitivamente. Sin una red de apoyo que las acoja tras escapar del abuso, la supervivencia se convierte en la única prioridad, exponiéndolas a riesgos aún mayores.

“Yo cuando estuve con él, probé la marihuana. Ahí empezó mi consumo, ya después no era solo eso, sino perico, pegante, me empezó a gustar el trago… el también robaba, y yo salía a robar con él porque me decía que le ayudara. De ahí cubriamos lo de la casa, pero nos gastamos el resto en consumo”, cuenta.

El relato de Lizeth evidencia cómo, en muchos casos, la entrada de las mujeres al sistema penal adolescente no es un acto solitario ni premeditado, sino una extensión de la violencia basada en género: son instrumentalizadas por sus parejas, quienes las inducen al consumo y al delito bajo la falsa premisa de la lealtad amorosa.

Sobre este tema también puedes escuchar el podcast de ‘Relaciones tóxicas de pareja: del amor al delito’ en el canal de Spotify, En Mis Propias Palabras. Allí, las jóvenes hablan de cómo sus novios las llevaron a involucrarse en el mundo del delito y los roles de género que las han afectado, así como sus reflexiones y aprendizajes.

Lizeth cuenta que cuando terminó esa relación, fue muy difícil para ella volver a confiar en otra persona. “Entonces yo también me volví muy agresiva o altanera, decía que no me iba a dejar de otro hombre en mi vida”.

Esa coraza de agresividad funciona como un mecanismo de defensa ante un mundo que les ha sido hostil. Desaprender la violencia como única forma de respuesta es uno de los retos más grandes que enfrentan durante su proceso restaurativo.

“Estar acá, (en un Centro de Atención Especializada), también me ha ayudado a superar eso, porque eso no es fácil, pero uno aprende a quererse y a superar todas las cosas que ha pasado afuera”, agrega Lizeth.

El control de las emociones y aprender a poner límites es algo que trasciende a la reparación por la conducta delictiva, permea otros ámbitos de la vida, como las relaciones amorosas o las desigualdades de género.

“Acá hay muchas que tienen sus relaciones afectivas con otras niñas. Yo no lo veo malo, como otras personas lo pueden llegar a ver. Pero si se ve mucho que primero está con una, y después con otra, y si creo que es por necesidad. También hay chicas que les gustan los dos géneros”, cuenta otra de las usuarias de CAE La Esmeralda.

La búsqueda de afecto en el encierro a menudo responde a la profunda soledad y la necesidad de validación. En un entorno donde se ha perdido la libertad, los vínculos emocionales se convierten en un refugio, aunque a veces sean efímeros o volátiles.

Las usuarias también manifiestan que es difícil ser mujer dentro del CAE porque “las mujeres somos muy hormonales. Somos muchas y tenemos cambios muy diferentes”. A esto se suman los problemas emocionales que detonan una condición de encierro y la convivencia obligada con tantas personas en un mismo lugar.

Pero, también está el reto de sostener una identidad femenina: “si usted quiere verse femenina y estar arreglada, usted tiene que ganárselo. Si usted no cumple las normas, se mete en peleas o consume drogas, usted no se va a poder arreglar porque no va a poder pedir su encomienda”, explica Lizeth. Estos “castigos” sin encomienda pueden durar varios meses.

Estar en encierro no significa que uno tenga que estar todos los días desarreglado. Para ellas, el maquillaje y el cuidado personal dejan de ser simple vanidad para convertirse en una forma de resistencia. Mantener su imagen es una de las pocas herramientas que les quedan para preservar su identidad y dignidad en medio de la uniformidad del sistema.

“Y al no poderse arreglar hay muchas niñas que se sienten mal. Muchas veces tampoco tienen un red de apoyo a la que le puedan pedir productos de belleza y cuidado para arreglarse”. Eso, según explica la usuaria, se presta para robos, peleas y problemas de convivencia.

Además del maquillaje, también hay muchas críticas por el aspecto físico. “Hay críticas si llega alguna y está gordita, si es muy ‘tetona’ o muy plana”, cuenta Lizeth. Según la usuaria, estas críticas a veces afectan más a jóvenes que son abiertamente homosexuales.

“También, siempre va a haber esa que se crea ‘la más linda’ y eso genera envidia”, cuenta la usuaria. “A veces uno no controla la envidia hacia las demás”. Esta competencia constante refleja la presión social que, incluso en privación de libertad, sigue exigiendo a las mujeres cumplir con ciertos estándares estéticos para sentirse valiosas o superiores al resto.

Sheimily tiene una niña de 3 años de edad, cuya custodia tiene la familia del padre, que se encuentra en Norte de Santander.  

“Es muy difícil estar privada de la libertad sabiendo que no la tengo a mi lado, que estamos muy lejos y tener que llamarla solo por teléfono y verla a través de la pantalla. A veces me habla bien, otras veces no quiere hablar conmigo. Yo quería tenerla a mi lado y verla crecer, ir con ella al parque y caminar… Yo no tengo apoyo de nadie y mi familia está muy lejos. Pero voy a salir a darla toda y velar por ella”, dice la joven, que tiene una sanción de privación de libertad por dos años.

Sheimily no cuenta con una red de apoyo que le permita ver a su bebé. Pues, es difícil que la familia del padre destine tiempo y recursos para llevar a  la niña a que visite a su mamá en Bogotá.

Una historia similar ocurre con Nicole, cuya familia está en Bucaramanga. Tiene un niño de 4 años que puede ver muy poco, cada vez que su puede sacar tiempo y dinero para traerlo. Dice que las instalaciones en el CAE no se prestan para acoger a su familia por unos días, y que ellos no pueden costear el traslado y la estadía en Bogotá. 

Sin embargo, cuenta que una vez adaptaron un pequeño salón con colchonetas y un televisor, para poder compartir con su niño y su familia de un día para otro y que el personal psicosocial del centro es “considerado” en ese sentido. También la dejan tener llamadas en horarios no convencionales para que pueda hablar con el niño en las noches.

Nicole está en Bogotá porque el CAE donde estaba, inicialmente en Bucaramanga, cerró sus puertas, así que tuvo que ser reubicada, quedando lejos de su hijo y de su familia.

Estos relatos evidencian la urgencia de fortalecer el enfoque de género en el Sistema de Responsabilidad Penal para Adolescentes (SRPA). 

A diferencia de lo que ocurre mayoritariamente con sus pares masculinos, las trayectorias de estas jóvenes suelen estar precedidas por graves vulneraciones, como abuso sexual y violencia intrafamiliar, donde la infracción surge muchas veces como un subproducto de la coerción de sus parejas o la dependencia afectiva. 

Un verdadero abordaje diferencial no debe limitarse a la separación de espacios físicos; implica garantizar el derecho a una maternidad digna a pesar de la distancia, comprender el rol crucial de la autoimagen en su salud mental y ofrecer herramientas psicosociales enfocadas en sanar traumas de violencia machista, para evitar que el egreso del sistema signifique un retorno a los mismos ciclos de abuso.