Voces olvidadas | Etiquetas que lastiman: Lo que más duele no es la sanción, es la mirada

Por Juan Camilo, joven del Sistema de Responsabilidad Penal para Adolescentes (SRPA) en Bucaramanga. 

A veces siento que la gente cree que uno se vuelve delincuente de un día para otro, como si lo hubiéramos planeado. Como si no hubiera pasado nada antes. Como si no tuviéramos historia. Pero lo que más me ha dolido desde que entré al SRPA no fue la audiencia ni la sanción. Fue la forma en que la gente me empezó a mirar.

La primera vez que salí a una cita médica, una señora me vio el uniforme y apretó la cartera como si yo fuera a robársela ahí mismo. Ni siquiera la conocía. Ese gesto, tan pequeño, me pegó más duro que cualquier castigo. Y lo raro es que yo pensé que me iba a acostumbrar, pero no. Cada vez que alguien me mira así, siento como si me quitaran algo.

He leído, porque acá uno también aprende cosas, que cuando a un joven lo marcan como “delincuente”, esa etiqueta se le pega a la piel. Investigadores dicen que el estigma hace que la gente confíe menos, que te dé menos oportunidades y que te trate como si ya estuvieras destinado a fallar. También dicen que cuando un pelado siente que nadie espera nada de él, es más probable que vuelva a cometer errores. No porque quiera, sino porque empieza a creer que es lo único que puede hacer. Y cuando leí eso pensé: “sí, eso me pasa”.

En el colegio donde estudio con medida, algunos profes dicen que creen en las segundas oportunidades, pero cuando levanto la mano, pasan derecho. Cuando me equivoco, se nota que piensan “qué esperabas de él”. Es como vivir dentro de una sombra que no se quita. Y uno empieza a tragarse esas ideas. 

A veces me levanto sintiendo que de verdad soy eso que dicen: un problema. Un riesgo. Una causa perdida. Y ahí entendí otra cosa que leí: que cuando la sociedad te cierra las puertas, la reincidencia no solo es un fallo personal, es el resultado de un sistema que no cree que puedas cambiar.

También dicen investigadores que el estigma rompe algo por dentro. Que cuando un joven se siente así —mirado desde arriba, señalado, reducido a un expediente— pierde motivación para estudiar, trabajar, pedir ayuda. Y claro: si nadie te ve como alguien que puede mejorar, ¿para qué intentarlo?

Pero aquí adentro también hay voces que me han salvado un poco. Una tallerista me dijo un día: “No eres tu peor momento. Vine a conocerte a ti, no a tu expediente”. Esa frase me desarmó. Me hizo pensar que, si una persona puede verme distinto, tal vez otras también. Y que, según varios estudios, lo más poderoso contra la reincidencia no es la sanción, ni el encierro, sino lo que yo no tenía casi nunca: vínculos, confianza, alguien que crea que uno sí puede cambiar.

Yo no pido que olviden lo que hice. Yo sé que hice daño. Lo que pido es que me miren como un pelado que está tratando. Que entiendan que el estigma no ayuda a que uno mejore, al contrario, empuja hacia atrás. La gente habla mucho de seguridad, de castigos, de mano dura… pero casi nadie habla del peso invisible que cargamos cuando nos tratan como si no valiera la pena intentarlo.

Si pudiera decirle algo a quienes me miran como una amenaza, sería esto: la sanción termina, la etiqueta no. Y a veces, lo único que un joven necesita para no volver a fallar es que una sola persona le dé un lugar donde sentirse posible otra vez.

Eso, más que cualquier castigo, es lo que de verdad previene la reincidencia. Y eso es lo que más me gustaría tener. Y eso es lo que más duele cuando no llega.