Voces olvidadas | Lo que fumo y lo que cargo

Ilustración: Isabella Meza Viana

Por: Carlos, 19 años, usuario del Sistema de Responsabilidad Penal (SRPA)

Si hay una verdad que casi nadie quiere decir en voz alta sobre el Sistema de Responsabilidad Penal (SRPA), es esta: las drogas no desaparecen cuando uno entra. A veces cambian de ruta, a veces de horario, pero no se van.

Yo lo sabía desde antes de caer preso, porque mi vida afuera ya venía marcada por eso. La marihuana fue primero para calmar la ansiedad, después para no pensar, después para sentirme parte del parche, y al final… para animarme a hacer cosas que sin humo no habría hecho.

No voy a mentir: más de una vez la nota me empujó al desorden y el desorden me empujó al delito.

Cuando entré al Centro de Atención Especializado (CAE), pensé que dejaría de fumar por obligación. Pero la realidad es otra. Aquí la hierba se cuela por donde menos te imaginas: la lanzan por encima del muro envuelta en medias, llega en cartas que no son cartas, la pasa un celador “amigo”, o simplemente se negocia entre patios como si fuera pan. Y todos lo saben. También los formadores. Ellos no lo dicen así, pero uno entiende la regla no escrita:

“mejor que fumen en las horas que no dañan la rutina”.

Así se volvió un trato extraño. Si íbamos a clase, a taller o a sesión con psicología, más valía llegar sobrio. Si había obra de teatro, periodismo o justicia restaurativa, cero humo. Pero en la noche, después de la comida, cuando el pasillo quedaba en ese silencio tenso, algunos formadores se hacían los locos. Miraban para otro lado mientras nosotros nos pasábamos el bareto envuelto en papel del baño.

Yo me decía que lo tenía controlado. Que fumar solo en ciertos horarios era una victoria. Que mantener “la palabra” con los profes era disciplina. Pero por dentro sabía que no era tan sencillo. Porque la bronca, la ansiedad, la soledad… todas esas cosas seguían ahí, buscando cualquier hueco para meterse.

Y es que adentro uno también lucha con su propia cabeza.

A veces estás bien todo el día, concentrado en los talleres, entrevistando gente para un reportaje, pensando en el futuro. Y otras veces te despiertas con ese vacío hondo en el pecho, ese que antes callabas con humo y que ahora no sabes cómo manejar sin romper las reglas.

Y entonces aparece la tentación. Un compañero te ofrece. Otro te la pasa en la mano.

Otro te dice que “solo una caladita”.

Y uno cae.

No siempre, pero cae.

Yo sé que el consumo no se inventó en el SRPA. Viene de antes y viene de lejos. Pero adentro se vuelve más evidente que nunca que uno no fuma solo para relajarse. Uno fuma para aguantar, para no pensar en la familia que no llama, en el barrio que sigue igual, en el parchado que ya está muerto, en la culpa que se pega a la piel como sudor frío.

Fumar es evitar. Y yo lo he evitado todo durante años.

Pero también sé que si sigo así, voy a terminar donde mismo. Y eso me asusta.

Por eso empecé a poner límites que antes me parecían bobos: no fumar en la mañana, no fumar antes de escribir, no fumar si estoy ansioso (aunque sea justo cuando más quiero), no fumar cuando sé que la cabeza está rara. Habrá quien diga que son reglas chiquitas, pero para mí han sido guerras grandes. Perder unas, ganar otras.

Lo más difícil es pensar en la salida. Allá afuera la hierba está en cada esquina, en cada parche, en cada respiro del barrio. Y volver al mismo lugar, con los mismos amigos, las mismas ofertas, las mismas urgencias… es como poner una botella de guaro frente a un alcohólico y decirle: “solo mírala, no pasa nada.”

Yo tengo miedo de recaer. Miedo de que la ansiedad me gane. Miedo de que la misma droga que me calmó una vez me vuelva a jalar hacia el delito.

Pero también tengo otra cosa que antes no tenía: conciencia. Un poquito más de paciencia conmigo mismo. Y una versión de mí que quiero proteger.

No te voy a decir que ya no fumo. Sería mentira. Pero sí te digo que ahora sé por qué lo hago, cuándo lo hago y qué me duele cuando lo hago.

Y eso, aunque parezca pequeño, para mí es un cambio enorme.

Porque al final de todo, lo que más quiero es que el humo no me tape la vida.

Ni la que dejé atrás, ni la que estoy intentando construir.