
Ilustración: Isabella Meza Viana
Jeferson, 18 años, usuario del Sistema de Responsabilidad Penal para Adolescentes
Parce… yo soy barrista.
Desde pelado.
Y el que no ha vivido eso no entiende.
El barrismo no es solo cantar y agitar una bandera.
Es otra vida.
Una vida que te jala, te grita, te llena, te revienta… y si no la sabes manejar, te traga.
Yo empecé por pasión, por el amor de Quindío.
Por la Artillería Verde Sur — mi barra, mi parche, mi orgullo.
Por el bombo, por el humo verde, por la tribuna temblando.
La primera vez que viajé me fui en mula, fue para Cúcuta, escondido entre lonas, aguantando frío, sin plata ni comida, pero feliz.
La carretera me olía a libertad.
A familia inventada.
A colores que se sienten más en la piel que en la camiseta.
Uno se enamora de eso.
De ver a tu equipo salir, de gritar como si el mundo dependiera de un gol.
Pero también se mete en cosas que no ve venir.
Las peleas con otras barras, los machetes, las piedras, las carreras, el odio que sube al cuerpo como si fuera normal.
Y además está el consumo… que empieza como “para aguantar” y termina como “para no pensar”.
Yo no me di cuenta cuándo pasé de ser hincha a meterme de lleno en esa vida.
En la pista uno aprende a sobrevivir:
a detener la sangre de un compañero con una camiseta,
a correr por la montaña para que no lo alcancen,
a dormir tirado bajo la mula porque no hay dónde caer muerto.
Y así, entre viaje y viaje, se me fue armando otra forma de vivir.
Una donde la adrenalina mandaba.
Una donde uno se cree invencible.
Una donde la barra es todo… hasta que deja de serlo.
Ese día íbamos por carretera después de un viaje largo.
Habíamos dormido donde pudimos, comido mal, fumado lo que apareció, pero igual estábamos felices porque habíamos visto al equipo.
La mula seguía, el viento nos daba en la cara, y de un momento a otro apareció la barra rival en la curva.
Ese segundo es donde todo se tuerce.
No pensé.
Nadie piensa.
Salté de la mula, corrí con los míos, machetico en la pretina “por si toca defenderse”.
Mentira: uno lo carga es pa’ pelear.
Y eso hicimos.
Piedras volando, gritos, golpes, humo, sangre.
Todo rápido, todo borroso, todo animal.
Cuando caí en cuenta, había un pelado tirado en el piso.
No sé si era de mi barra o de la otra.
Mi brazo sangraba.
Y en ese mismo segundo llegaron los tombos.
Los demás corrieron por la montaña.
Yo no alcancé.
Me agarraron del cuello, me tiraron al suelo, me subieron a la patrulla.
Y ahí fue cuando entendí que la barra no te salva.
Que en el hospital no te visitan.
Que en el encierro nadie cae.
Los únicos que aparecen son la mamá y el papá, con los ojos rojos, preguntando qué fue lo que uno hizo ahora.
Así terminé en el Sistema de Responsabilidad Penal para Adolescentes (SRPA).
No por robar.
No por vender.
No por matar.
Por dejarme llevar por la locura de la barra.
Por confundir aguante con violencia.
Por creer que pelear era parte del amor al equipo.
La Primavera – el Centro de Atención Especializado (CAE) donde me encuentro privado de mi libertad – me recibió con un silencio frío, distinto al ruido del estadio.
Por las noches uno escucha sus propios pensamientos, y eso pesa más que cualquier bombo.
Pero también empecé a entender cosas.
Empecé a pensar en mi hija, en mis viejos, en que tal vez ese “aguante” del que tanto hablábamos no era vida… sino un camino directo pa’ la cárcel o la tumba.
Acá sigo queriendo a mi equipo.
Eso no se cambia, parce.
Los colores siguen en la sangre.
Pero ya entendí que el verdadero hincha no es el que más pelea, ni el que más machetea, ni el que viaja arriesgando la vida.
El verdadero hincha es el que vuelve a casa vivo.
El que no hace llorar a la mamá.
El que aprende a gritar desde otro lugar.
Yo todavía sueño con viajar por Colombia siguiendo al Quindío.
Pero ya no trepado en una mula.
No escondido entre lonas.
No con el machete en la cintura.
Quiero viajar como hincha, no como guerrero.
Quiero cantar sin tener que correr después.
Si mi vida fuera un partido, voy por el segundo tiempo.
No voy ganando, pero tampoco estoy perdido.
Sigo en la cancha.
Sigo jugando.
Y todavía puedo remontar.
Y si un pelado llega un día a la tribuna con la camiseta brillante y el corazón acelerado, yo solo le diría una cosa:
Seguí a tu equipo, sí.
Amalo, gritá por él.
Pero no confundás pasión con muerte.
El barrismo no tiene por qué acabarte la vida.
A mí me tocó aprenderlo por las malas.
Pero acá estoy, tratando de cambiar el juego…
sin cambiar los colores.
Verde. Verde para siempre.






